Siempre me consideré algo nihilista. Para los que no saben qué es esto, el nihilismo (del latín nihil, "nada") es una doctrina filosófica que considera que al final todo se reduce a nada, y por lo tanto nada tiene sentido. Como base, rechaza cualquier principio religioso, universal y/o metafísico que intente explicar la realidad o el sentido de las cosas.
Uno de los referentes de esta corriente filosófica es Friedrich Nietzsche, del cual se pueden tomar frases icónicas como: “La esperanza es el peor de los males, pues prolonga el tormento del hombre” o “Negar la existencia de Dios será la única salvación del mundo".
El “No Future” de la cultura punk también es una expresión de esta corriente de pensamiento. Refleja la desazón de una juventud inmersa en la posguerra, y en respuesta al hippismo y al rock de élite, pretende cuestionar los valores de la intelectualidad, el pacifismo y los ideales bohemios. Sus letras se rebelan contra la norma y los valores preestablecidos: la iglesia, la familia, el establishment, los buenos modales, etc.
La cultura grunge en los ‘90, marcada por un Seattle apático, alienado y marginado, también será una derivación de esta corriente, con Nirvana quizás como mayor exponente.
También encontramos corrientes de este pensamiento hoy en día, más ligadas al avance de la ciencia, como la serie Black Mirror, que plantea presentes o futuros cercanos distópicos o Rick and Morty, una buena sátira contemporánea de la filosofía nihilista. Entre la ciencia, los universos paralelos y las incontables formas de percibir la vida y el mundo, todo pierde sentido y unanimidad, todo puede ser bueno o malo, todo puede mutar, convertirse y resignificarse, y estamos perdidos en un vasto universo de infinitas posibilidades.
En mi caso, siempre pensé que esta postura sobre las cosas era muy cool. Criada en una familia de padres bohemios, no he sido bautizada ni me han enseñado cuestiones religiosas. Tampoco crecí pensando que algo como Dios es posible o que hay algo después de la muerte.
Y aunque de las puertas para afuera estaba orgullosa de mi ateísmo y mi nihilismo, al ser curiosa e inquieta, toda la vida tuve dudas existenciales. Entre ellas el origen de las cosas, el sentido de la vida, y el miedo
irremediable a la muerte.
No obstante haber crecido en una familia atea, mi madre siempre hizo meditaciones, y aunque de pequeña sus reuniones budistas me parecían de lo más aburridas, de grande desarrollé genuino interés por esto.
Entre los 19 y 23 años llegué a mis picos depresivos más preocupantes; tenía insomnio, me perdía en la calle en caminos que ya conocía, me sepultaba en kilos de sábanas pensando lo difícil que era la vida, lo solo que está uno en el mundo, o si todo ese esfuerzo diario y ese cansancio físico y mental tienen algún sentido para continuar viviendo.
No recuerdo cuándo fue el momento en que decidí meditar, pero vino como una realización: había notado que mi madre cada vez que comenzaba una meditación rutinaria, a pesar de tener también tendencias depresivas, volvía radiante. Podía notar muy claramente que su humor, su cara y su energía cambiaban.
Con el tiempo, me fui dando cuenta que siempre me habían interesado mucho las historias de superación personal, esas que hablaban de personajes que luchaban y, después de mucho esfuerzo, se superaban y evolucionaban para conseguir sus objetivos. Todos, de alguna manera, terminaban conectando con un poder interior.
Había también visto un documental que me obsesionaba, y lo veía cada vez que lo pasaban en National Geographic de unos monjes en el Tibet. Eran niños huérfanos que el templo había adoptado y apodado “dragones”.
Fascinada veía cómo se levantaban temprano al alba, se bañaban con agua fría, limpiaban los enormes escalones del templo, entrenaban y ejercitaban la meditación, la concentración y la paciencia. Todo esto en un lugar remoto, en medio de una montaña. Uno de ellos había dicho: “La vida aquí es muy dura, pero si uno no puede superar las adversidades en esta vida, nunca podrá irse en paz”.
Por alguna razón esa frase siempre resonó en mi cabeza, aunque no la entendía del todo. A pesar de estar cautivada por todas estas historias, realmente nunca pensé que con mi poca constancia y mi testarudez iba a poder durar más de 1 minuto meditando. En el fondo siempre estaba esperando este “llamado a la aventura” que me dijera “hoy vas a viajar a la montaña más alta del Tibet a buscar la realización espiritual y, aunque pases hambre y frío, encontrarás la paz”.
Por suerte para mí todo iba a ser más fácil. Un día mi psicólogo (al que acudía para tratar mi depresión) me sugirió que medite en mi casa todas las veces que pudiera, que haga una rutina de respiraciones. Al principio me costaba mucho pero con el tiempo fui entrando en estados que me relajaban y me hacían bien.
Decidí entonces preguntarle a mi madre sobre sus meditaciones, pero descubrí que eran muy teóricas y con prácticas espaciadas en el tiempo, y que nunca iba a poder seguirlas. Necesitaba algo más extremo, quizás un retiro del silencio o de ayahuasca.
Un día, yendo para la facultad, recibí un folleto de meditación donde decía que, además de calmar el estrés y la ansiedad, con esta meditación podía responder esas preguntas existenciales profundas que tenía. En ese momento, tengo que admitirlo, le dí nula importancia a eso y mi parte más escéptica me decía que esto ni siquiera era posible. Yo estaba feliz calmando un poquito el estrés y dejando de tener episodios depresivos.
Fue entonces que, al comenzar una meditación sistematizada, regular y metódica, pude entender que el sentido de la vida está profundamente relacionado con los estados de ánimo y la mente de uno. La depresión es, literalmente, dejar de verle sentido a la vida. Entonces, descubrir y entender a ese yo verdadero que está dentro de mi, que es preexistente a todas las cosas, es fundamental para curar mis trastornos mentales y encontrar la paz.
Poco a poco, desechando mi mente acumulada, las cosas se fueron haciendo más claras. No me había dado cuenta lo mucho que necesitaba encontrar el sentido de la vida, lo oscura e infeliz que había sido todo este tiempo, buscando incansablemente cosas en el afuera y no dentro de mi mente.
De repente, la vida nihilista y en blanco y negro, que se regocijaba en el sufrimiento, había perdido también su sentido. Regocijarse en el dolor ya no tenía gracia y era una carga pesada y tortuosa. Comenzaban a aparecer los colores y el brillo.
Yo, que nunca había sido una persona que buscara la felicidad en realizaciones espirituales o en un saber mayor, acababa de encontrar mi camino y de entender cosas tan grandes que me hacían llorar de felicidad. Por fin “la nada” había cobrado sentido.
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